Sólo conozco a una verdadera feminista, Carmen. Vive con su marido en una cabaña, tres gatos, dos conejos, un piano, una flauta travesera y una guitarra. No limpia nunca, por convicción. Dice que si le molesta a él, que limpie él, que la vida es demasiado corta para gastarla limpiando lo que se va a volver a ensuciar. Al cabo de estar un rato en su casa, te acostumbras. Si quieres cocinar algo, te limpias el cacharro y un plato y listo. Si no quieres llenarte de pelos de animal, pues no te sientas y ya está. Una vez salí de su ducha y no me atreví a poner los pies sobre la alfombra.
Pagar a alguien para que
limpie o, como en el caso de Manuela, soltera, en un apartamento de
30m2 que en diez minutos ha recogido y limpiado y que, al vivir sola,
nadie va a desordenar o ensuciar, no es feminismo.
En el momento en que tu
radar detecta algo que debe ser limpiado, dejas de ser mujer para
convertirte en cenicienta.