Lisa acabó el lunes sentada en el balcón. Fumando un cigarrillo, por qué no. Vio que lo de las plantas no era exceso o escasez de agua, sino algún tipo de pulgón. Salió a la droguería. Había pasado ya el momento tonto cuando el sol parece haberse olvidado de irse y ahora llegaban los pájaros, el cielo ceniciento y alguna nube escarlata. El vecino del trombón, jazz de una ventana abierta y un sospechoso aroma a marisco. Sospechoso porque hasta el martes no llega la pesca.
Volvió a casa, injertó los palitos repelentes en la tierra de las macetas. Se lavó las manos tal y como indicaban las instrucciones. Regó. Si perdía las plantas…
¿Cómo podía en el mismo fin de semana haberse proclamado la revolución y luego en las urnas ganar la derecha? ¡Y no una derecha cualquiera! La derecha vulgar, sin estilo, soez, de malas prácticas, de chanchullismo y populismo de tómbola.
Aquellos caballeros medievales que en las películas mitificamos, no eran menos brutos ni más cultos ni más artísticos ni menos sangrientos que los vikingos. Y conste que Lisa adora a los vikingos. Sobradas veces dijo… Bueno, lo que dijo fue una barbaridad.
Lisa quisiera cocinar para alguien…