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Y, para colmo, por más que yo insisto en llamarlas golosinas, desde el mostrador se insiste en una terrible cantinela, algo así como: “ay las chuches, ay las chuches, que se vuelven locos con las chuches”. Con lo que, lingüísticamente, se equipara a bazofia algo que podría ser hermoso, un momento sublime del día (a pesar de que lo único de color en el establecimiento sean esas golosinas y lo demás tenga pinta de almacén checoslovaco de los ochenta).
/¡No las llames chuches, berzotas, que Mandi aprende palabras feas! ¡Y sácalas de aquí ya, que te lo digo cada día!/
Creí que ser madre me dulcificaría con el mundo. No sé por qué creía tal tontería.
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