Sunday, November 05, 2017

Bertrand (Cibernéticos - 6)


El bar en penumbra apestaba a vómito, alcohol y sangre podrida. Seguí al anciano pequeño y calvo. Abrió una puerta que parecía de juguete y me indicó los viejos escalones de madera que bajaban al sótano. Dudé. Él dijo que no podía acompañarme porque estaba fatal de la cadera. De las profundidades llegaba algo de luz y la música de una radio mal sintonizada. Me entró pánico. Mi corazón comenzó a darse golpes por el interior del cuerpo. El anciano metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
—Son las de Bertrand —dijo y me las entregó—. Siempre se las olvida y a la mínima corriente de aire, se queda encerrado y tengo que volver hasta aquí para abrirle la puerta.
Tener las llaves en la mano me tranquilizó.
—No suba usted sin él. No le dé las llaves, es capaz de perderlas. Y no tarden. Dígale que su madre le espera para comer.
Descendí los peldaños. Crujían de un modo familiar, como los de la casa de mi tía de la Barceloneta. La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco e impersonal. Atravesé un espacio de columnas y una bóveda, llegué a la luz y a la radio, que ahora reproducía un anuncio de seguros de hogar. Había una mesa, un ordenador y una silla. Tuve que estar encima para verle, pues la silla era dos veces más grande que él.
—¿Bertrand? —pregunté atónita, al ver un niño de no más de nueve años.
—Sí —respondió él, con voz distraída. Lidiaba contra invasores en una jungla, en línea.
—Te traigo un mensaje.
Bertrand detuvo el juego y abrió un programa.
—Habla —me ordenó.
Dije el mensaje que se tradujo en números y se envió.
Bertrand reinició entonces su juego.
—Bertrand —dije.
Se asustó de escuchar mi voz. Se giró y me miró.
—¿Quién eres? —me preguntó.
Entonces vi algo raro en su rostro, algo más allá de nosotros.
—Tenemos que subir —dije—, tu madre te espera para comer.
—¿Mi madre? —se sorprendió.
Le ofrecí la mano y, ante mi asombro, la cogió y subimos juntos. Abrí la puerta con la llave. Atravesamos el bar en penumbra, apestoso. Salimos a la calle. Allí seguía el viejo, sentado a una mesita, leyendo el periódico.

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