Soy intolerante. Y es un problema, porque en la vida es necesario ser capaz de no molestarse. Pero hay ciertos comentarios recurrentes que me dan agobio. Por ejemplo: la mención a un pasado ambiguo, general y sin detalle, supuestamente compartido. La verdad, no me molesta hablar del pasado, cuando el pasado es algo vivo. Por tanto: anécdotas, bromas, recuerdos, memorias, abrazos, polvos, trayectos y robos serán bienvenidos. La semántica podría ser como sigue: “Lo bueno fue aquella vez que nos encontramos un billete de 5.000 pesetas cuando andábamos sin dinero y nos pegamos una buena cena de marisco”; y admite respuesta: “Joder, sí, que bien lo pasamos aquella noche, ¡Hasta le dejamos propina al camarero aquel tan guapo!”. Lo que me agobia es, por poner un caso: “¿Te acuerdas de cuando íbamos a la montaña…?”. ¿Qué implica esta pregunta? ¿De qué consta el recuerdo del que debo acordarme? ¿Qué se puede responder? Yo todavía voy a la montaña. Y cuando quieras podemos volver a ir juntos.
Otro de los comentarios que despierta mi intransigencia es el del típico idiota que no sabe de qué hablar y te fastidia la tarde del domingo preguntándote de qué trabajas, a qué hora te levantas y qué transporte utilizas para llegar. ¿Realmente la gente prefiere hablar de esto pudiéndose preguntar, puestos a osar, de qué color es tu vibrador?
Creo que el antiguo proceder de hablar del tiempo es más que suficiente. Por lo menos no desvirtúa el otro tiempo, el que construimos con nuestras vidas, que quiero pensar que todo el mundo en occidente hace lo posible para que no sean aburridas. ¡Qué menos!
Y conste que soy la primera que habla por hablar, ya sabéis. Me gusta discutir, no lo puedo evitar. Y siempre tengo la infantil esperanza de no ofender a nadie.