—¡Una vergüenza! —Gritó con voz carrasposa y desafiante—. ¡Ocho minutos llevo aquí y nadie ha venido a ayudarme todavía!
Los compradores que entraban y salían observaban divertidos sus zapatos de charol azul luz y su cesta cargada, como miramos a los bichos que se comportan exóticamente. (Sabiendo que exótico es absolutamente subjetivo y esclavo de nuestros sentidos, asimismo toda descripción).
—Nueve minutos y ni un alma se presta a llevarme las cosas al coche, ¡Es que ya no hay caballeros para las damas!
Finalmente, un muchacho con uniforme salió del restaurante cercano y se le acercó con la intención de arrastrar la pesada mercancía.
—¡Otra vez tú! Por lo menos esta vez no has esperado a que lloviera.
Y diciendo esto agitó de manera amenazante y con vigorosidad un paraguas (con lo cual se demostraba que no necesitaba ayuda alguna).
Ambos se perdieron entre filas de coches, custodiados por carros metálicos bien ordenados gracias al euro que hay que insertar para obtenerlos, y fueron solapados por vehículos en continuo movimiento, familias enteras y hombres con bigotes lacados y sombreros bohemios y mujeres con pantalones demasiado estrechos y labios operados y adolescentes acicalados para la primera sesión de cine.