Monday, August 18, 2008

Instinto de supervivencia


Uno de los efectos positivos de las vacaciones sobre el cuerpo son los sueños. De noche, cuando el viento golpea la tienda y los aullidos de animales distantes renuevan la sensación de fragilidad, tenemos todo el tiempo del mundo para saborear ese episodio entero de una comedia surrealista en la que la acción fue compacta y los personajes sólidos. Incluso a veces nos da por encender la linterna y ponernos a escribir, como de mozos, antes de que el cansancio venidero en la oficina nos asustara y nos convenciera de la necesidad de volver a caer en el sueño de inmediato: el despertador sonará en dos horas.

Las ensoñaciones más liberadoras son las de las siestas, ya sea en la playa, bajo un árbol en el monte o en un tren quejumbroso camino de un pueblo que jamás hemos visto. Nuestro yo se desdobla, somos más personas. Somos antes y después e incluso ahora, a la vez.

¿Sería lo mismo si este estado no fuera provisional?

Conocí a un hombre que no tiene que trabajar. Puede vivir bien, sin lujos pero bien, hasta el día de su muerte. Su aburrimiento no tiene nombre, porque no deriva de las actividades que se ve obligado a hacer ni del hecho de que ya las haya probado todas. Es un hombre sin necesidad de actividad. Por no tener, no tiene ni el instinto de supervivencia.

—Podría morirme ahora mismo —dijo—, y no tendría el mínimo significado para nadie.

Hay artistas que lo son por justificar su presencia en el mundo. En las vacaciones uno recuerda que en la vida tiene muchas opciones. La presencia en el mundo se justifica con las ganas de vivir.

Cuando se pierden, hay que pasar a la acción. Nunca ha habido ningún cambio que se produjera en la soledad humosa del propio vicio.

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