La culpa es el motor del mundo. La culpa con su pertinente (o exasperante) búsqueda de redención.
Por culpa funcionan las naciones que conforman unos gobiernos que no representan a nadie. ¿A quién podrían representar? Mi culpa no es tu culpa y por tanto, lo que puedan hacer por ti no va servirme a mí. Y esperando que alguien nos libere de tan terrible peso, preferimos vivir como si no existiera (¡atentos a las pesadillas!, tomad ansiolítico, mejor no tenerlas) y así aquellos que no tienen escrúpulos y han matado a su culpa, se aprovechan de nosotros.
Debo yo librarme de mi culpa. Y hasta que no encuentre el modo genuino de dejar de sentirme culpable, de nada me servirá colaborar, ser solidaria, ser generosa o prostituir mi talento en busca de una conversión inútil. Hay que ser valiente para matar a la culpa. Hay que creer que se es libre. Y aunque nos creamos libres, es mentira. La verdadera libertad no está al alcance de todas las almas.
─ El alma es lo que llevamos dentro ─afirmó la niña de arcilla.
Puedo fingirlo todo, todos podemos. Pero cada año es más difícil disfrazar la Navidad: es cuando más culpable me siento. Y lejos de reflexionar qué cojones puedo hacer con la puta culpa, la odio. Odio que se me necesite y que no se me necesite. O sea, dejadme follar en paz.