Leer algo insípido nunca me ha entretenido. Es como follar con un tío cuyo olor te repele, que al tocarte tu piel se convierta en madera.
Soy de las que deja una novela a la primera página, si esa primera página no merece la pena. También soy de las que lo deja al segundo capítulo, al vislumbrar que la fuerza del primero ya no se va a repetir.
En la escuela me veía obligada a terminar los libros, aunque eso no me impedía leerlos por encima, comprender qué pasaba, analizarlo y sacar el examen. Mientras, dedicaba mis noches con linterna a la saga de Ender o a los cómics en blanco y negro de Flash Gordon de Alex Raymond.
Ya es suficiente con que la gente sea bla, bla. Que nadie se plantee cambiar (ya no a nivel político, sino a nivel personal). Ver las sombras de seres sin luz arrastrarse con quilos de maquillaje… ¡Que hablen y hablen hasta matarte de aburrimiento! Con sus datos, sus opiniones de columna, el alud de información que de quererlo, ya lo buscaría yo.
Pero la novela, ¡la novela! Que la novela sea un continuo trabajo periodístico, o de investigación, ¡o de psicoanálisis! ¿Dónde está la lujuria por la vida? ¿Dónde la pasión por vivir, antes que morir? ¿Dónde el ejemplo de libertad, el sexo, la fiebre, correr hacia el final porque sin final es imposible?
Llamadme antigua, pero Bourne es una buena saga, Torrente, sin embargo, es una vergüenza, una deshonra, un aprovecharse de la inutilidad y bajeza de la intelectualidad en este país para decir: “verás como se la meto hasta a los Gafapastas”. (Claro que los Gafapastas no son sino unos plastas).
Y así ha sido. No por nada Santiago Segura es de la SGAE. Muchos mediocres escogieron ese camino para cubrir con parafernalia legal su falta de imaginación.