Me lo habían descrito: una pareja caminando por Londres, mirando la vida por la diminuta pantalla que filmaba el paseo ahí arriba, al final del palo de selfie. Y también a un grupo de veinte chinas en Florencia, dentro de un grupo de grupos de un total de unos trescientos chinos, que alguno podría haber sacado la foto de verdad, pero no, prefirieron hacerse el selfie con el palo.
Como hace tiempo que no
salgo de mi pueblo, hay cosas que parece que no estén sucediendo.
Pero el otro día venía de un recado en el tranvía y vi a un
trotamundos con mochila y sandalias, caminando Wellington arriba a
través del palo de selfie. Es difícil describir lo ridículo que me
parece. Y no creo que sea la edad. Siempre me parecieron horribles
las hombreras, tenía diecisiete años y se las quitaba a todas las
prendas antes de ponérmelas.
Ahora resulta que los van
a prohibir en los aviones, los palos.
Lógico.
¿Pasará la moda como
pasó la de los cigarrillos electrónicos?
Me siento engañada,
decepcionada. Todo me parece muy cutre, cheap, que dicen.
Cuando de niña imaginaba la tecnología de la era 2000, eran avances
mucho más importantes para la humanidad, no sé, la cura inmediata
de las enfermedades, el fin de la energía nuclear, el fin de las
guerras y el hambre, el teletransporte, la telepatía, los robots y
máquinas que nos regalarían el tiempo libre para la exploración de
nuestras capacidades irrepetibles y únicas. Pero no, en lugar,
tenemos este infinito bazar repleto de gadgets en un planeta podrido,
rodeado de basura espacial.