Sonó la alarma de cierre
de puertas y Sarah saltó al tren. ¿Quizás Adrian ya estuviera
dentro? Podría haberle pasado por delante y no reconocerlo. O podría
subirse en otra estación, más adelante... El vagón se apretaba de
gente que acudía a la manifestación contra el terrorismo y por la
paz. Las conversaciones eran bastante unánimes respecto a la
tolerancia y en contra de las dobles morales. En especial la del
estado que vendía armas a países potenciales de transferirlas a
grupos extremistas. Todo el mundo quería llegar pronto para
manifestarse antes de que lo hiciera el rey, principal sospechoso del
comercio letal. A medida que avanzaban por los campos de alcachofas y
el aeropuerto quedaba atrás, el paisaje se estrechaba y
entraban en los suburbios y, después, en los túneles.
La congoja se apoderaba de Sarah. Se sentía mareada, desorientada. A sus ojos todo eran pandillas, grupos de amigos, que charlaban entre ellos de cosas que ella no podía comprender. Era una desarraigada, una rechazada y el bando había sido su grupo. Pero ahora hacía tiempo, mucho tiempo, que no encontraba con quién compartir absolutamente nada.
La congoja se apoderaba de Sarah. Se sentía mareada, desorientada. A sus ojos todo eran pandillas, grupos de amigos, que charlaban entre ellos de cosas que ella no podía comprender. Era una desarraigada, una rechazada y el bando había sido su grupo. Pero ahora hacía tiempo, mucho tiempo, que no encontraba con quién compartir absolutamente nada.
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