Morgan arrancó un papel de su libreta y pidió que nos lo
pasáramos y escribiéramos, aquel juego que los surrealistas nos regalaron.
Claro que habíamos jugado otras veces, es un juego recurrente. Pero fue quizás
el exótico acento de Morgan al pronunciarlo, cadavre exquis, que revolvió a la insatisfecha en mí, a la melancolía del tiempo perdido.
Estos niños y niñas, los hijos de mis mejores amigos, que te
miran y te dicen: “vaya ojos, ¿tú no conduces, verdad?”…
Quizás las golondrinas no volverán, quiero decirles, pero no
puedo, porque su alegría está tan intacta y no quiero perder la mía…
Pero así es, en el pueblo de donde todos venimos: este año
ya no volvieron las golondrinas. O, para ser exactos, volvieron y no pudieron
quedarse. Realizaron su viaje de 10.000 km desde África, 300 km por día, sin
descansar, sin apenas comida, y llegaron con las fuerzas justas a donde el año
pasado dejaron el nido, para descubrir que por hacer demasiado ruido y además
ensuciar, la gente había protestado al ayuntamiento y éste, saltándose
toda ley de protección de las especies, había eliminado los nidos
del pueblo.
Sólo Morgan vive todavía allí. Quise preguntarle si despertó
una mañana y encontró a exquisitos cadáveres adornando el asfalto. Pero
bastante duro era no caer en hablar de Bankia, ni en cómo tan obviamente España
se convierte en el basurero de Europa, ni en las ganas de asesinar que da que
la gente mate a las golondrinas y sin embargo acoja sin aprensión otro
cementerio nuclear.