Había un hombre en la ciudad más allá del río que en lugar
de tener un perro, tenía un pony. Cuidaba de él y lo trataba como si fuera un
perro. Lo sacaba a pasear con correa, le enseñaba a dar la pata, le regañaba
por cualquier bobería. También lo llevaba a hacer sus necesidades al pipicán donde
yo llevaba a Lulú, mi tranquila perra sin pedigrí. Fue así como les conocí… Es
un decir… Los veía cada tarde.
El pony se lo tomaba con mucha filosofía. Quizás se sintiera
solo y tuviera necesidad de socializar. No puede haber otra explicación para el
modo en que se dejaba husmear debajo de la cola por los canes. No importaba que
le hubieran husmeado la tarde anterior, todos volvían con curiosidad renovada. Y
el pony – se le notaba en su tensa postura y su estoico ladear la cabeza hacia
las nubes –, no disfrutaba demasiado de aquella rutina tan aceptada por los
demás miembros del pipicán.
Un día el pony se negó a entrar. Se quedó clavado junto a un
árbol en el parque adyacente. El dueño no fue capaz de moverlo. Al cabo llegó
una mujer con una golosina, pero el pony bajó la cabeza y golpeó la tierra con
los cascos, reafirmando su postura. Una multitud se formó alrededor de la
escena. La policía vino a despejar. Se hizo de noche. El hombre quería irse a
su casa. La mujer le susurró algo al oído. Lulú y yo nos fuimos a un banco a
esperar.
Nada pasó durante largo rato. No había luna. El hombre
parecía desesperado, parecía que le hubieran crecido la barba y las uñas,
parecía que tuviera que usar el pipicán él mismo, y no precisamente para hacer
pipí. No me daba pena alguna. Me daba pena el pony, que ya sólo por el hecho de
ser pony, a mi juicio, merece toda la conmiseración del mundo.
Al final me fui. Al día siguiente no volvieron. Y hasta hoy,
no les he vuelto a ver.
¡el hecho de ser pony! ¡qué grande! un beso.
ReplyDeleteHay que meterse en la piel de pony...
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