Luisillo nos consigue la pieza que nos llevó un tiempo saber
pedir, tras un arduo trabajo de investigación. Incluyó el
examen de mapas del animal, tres diccionarios y la suerte de que finalmente una
muchacha, en el mercado de la
Abacería, supiera decirnos el nombre, “porque había
estudiado”, frente a su perplejo empleador, que no sabía exactamente, como
otros carniceros antes y otros después, de qué estábamos hablando.
Luisillo despacha hoy, en lugar de María, que hoy recoge. Con
María ya somos amigas. Cuando estamos solas en la tienda, soltamos barbaridades
íntimas, chistes espontáneos y unas risas.
Luisillo, del cual no comprendo el diminutivo, pues es un
hombre mayor y en apariencia nada amable ni simpático, me anuncia que como
llevo dos semanas sin ir, me ha guardado tres “piezas” (¡no revelaré el
nombre!), envasadas al vacío, y me pregunta si las quiero. Su tono es amenazador y a veces pasan meses sin que
llegue ni una, que desaparecen en el matadero, así que no me atrevo a decir que no.
También le pido un conejo.
- ¿Cómo te hago el conejo? – pregunta el Luisillo.
Yo estoy preocupada, porque no veo que queden croquetas (excelentes que las hacen) y mañana será el aperitivo del viernes, con los
Hermanos Pizarro y la partida de dados. Percibo que María me mira de reojo.
- Que como te lo hago, el conejo – insiste él.
Y ya nos da el ataque de risa; y el pobre Luisillo sin saber
qué decir, de tal modo que me cobra y se retira a la trastienda sin darme ni la
compra ni la vuelta.
- Ay, ¡la primavera! – Le amonestamos, muertas de la risa.
Y de lejos grita:
- ¿Yo? Sí, coño, ¡encima!
Me gusta este relato, consigues crear atmósferas naturales y agradables, donde de pronto salta la chispa cotidiana de la sorpresa.
ReplyDeleteSalud
Manuel
Gracias :-)
ReplyDeleteMe encanta la foto, es tan entrañable!
ReplyDeletesí, es exactamente igual que en mi infancia, cuando los sábados me mandaban a por el conejo a la pollería. Sólo que en lugar de un hombre había la mamá de mi mejor amigo.
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