Eran más de cien adolescentes, la
mayoría muchachas, caminando rambla arriba y abajo, acompañadas de
los y las maestras, que adoctrinaban sobre cómo entrar a la
gente para obtener números de teléfono.
Vestían camisetas coloridas en cuya
espalda rezaba “el evangelio salva”. Iban de dos en dos, o de
tres en tres. También en grupos mayores. Una chica más adulta decía
“nunca debéis ir solas, sois hembras”.
Al final de la rambla, frente a la
hamburguesería, tenían montado un escenario con un equipo de sonido
enorme por el que petaba a todo volumen un rap: “ya sé que debe haber algún secular que sea normal, con
talento y tal, pero es muy seguro que sea un animal”. O algo así.
El rap era malo, de todos modos, no cuadraba los tiempos y era
agresivo, talibán, talmudista. Allí se concentraban los chicos.
Les miré atónita, deseando que
alguien viniera a por mí. Yo iba a la estación, camino del fórum,
a algo feliz. Pero me venció la angustia. Esta gente debía haber
pedido permiso al ayuntamiento para tal ocasión, y el ayuntamiento
lo debía haber concedido.
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