En la cola de la panadería, dos mujeres:
— Pero oiga, le dije a la enfermera, ¡que mi padre no tiene
azúcar! La enfermera no va y me mira como si fuera tonta. ¡Tenía la inyección
en la mano! Que no, que mi padre no necesita insulina, mírelo bien… Y va y mira
el papel y me dice, pues es verdad, perdone… Y se va tan pancha… ¡No llego a
estar allí y le pinchan la insulina!
— ¡Qué miedo me da! — dice la otra.
— Y las cosas que no sabemos — añade la primera.
— Todo el mundo se puede equivocar…
— Ya, pero hay errores que se pagan caros.
— Muy caros…
— La de gente que debe morir por cosas así…
— Mejor no pensarlo…
— Sí, mejor no pensarlo ¡Peor es una guerra!
— Sí, la guerra es lo peor…
— Y esto, aquí, ¡eh! En Can Ruti…
Salí con mis barras de cuarto, una corta y otra larga, y
ellas continuaban interpelándose, cual Faemino y Cansado colomenses.
Las gotas se podían ver, a contraluz de un cielo iridiscente
y nuevo. No sé porqué pensé en las historias de Enid Blyton y en lo maravilloso
que fue durante una época soñar con que el mundo podía ser aquello. Hoy, por
supuesto, consciente de mi origen, condición y destino obrero, ya me hice mayor
para aristocráticas aventuras de niños ricos que nunca existieron. Dickens es
eterno.
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