Había vivido minutos de estupefacción:
(“Erik, fue genial anoche, eres tan buen amante. A ver cuando podemos volver a escaparnos”, de aquella firma que desconocía pero cuya autora no podía ser sino Aurora, el amor platónico, la permanente acechadora. ¿Y por qué habría dejado la nota por debajo la puerta? ¿Acaso ignoraba que ella tuviera llaves de casa?)
Había vivido un instante de triunfo, al oír la voz de él al teléfono, preguntándole si ya había llegado a casa y si todo iba bien.
Ella había respondido con un herido: “¿Habría alguna razón por la cual las cosas no pudieran ir bien?”.
No tenía ningún sentido esperar su llegada. Con el tiempo olvidaría. Con el tiempo dolería que una historia tan bonita se hubiera estropeado de este modo tan habitual. Pero ya no iba a poder amarle. Ella no sabía compartir.
Cogió las cuatro cosas que había dejado en casa de él por comodidad y salió sin pensarlo dos veces. Se apresuró camino de la estación de tren, no fuera que perdiera el último y se quedara atrapada en la ciudad. Y sólo cuando la fría luna vio el destello del contaminado mar se permitió llorar, como lloran por última vez los que no volverán a enamorarse.
hola, stella, veo que has vuelto a la narrativa, se echaba de menos, lástima ese final tan desesperanzador... todo el mundo se acaba por enamorar otra vez, no?
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