Inmaculada se despierta y hay un tipo en su cama que la observa y sonríe.
—¿Quién eres?
—¿No te acuerdas?
Las palabras de él llegan con una pestilencia de cloaca, de animal encerrado, de pedo fermentado.
Él se acerca para besarla y ella se levanta, temerosa de la boca apestosa.
Un día quiso ser capaz. Luego debió creer en alguna otra cosa.
En la calle los gritos de niños, felices de fiesta. El cielo blanco. Las luces apagadas.
El olor tostado del café subleva el frío de la mañana y la lavadora de la vecina tacatacataca.
Sí, el tipo le dijo en el bar:
—No hay tiempo.
Y le debió entrar la prisa a ella.
Bueno, la educaron para ser amable, aunque lo cierto es que nadie estaba allí para juzgarla.
—Bueno días —dijo él, abrazándola por detrás, ella los ojos fijos en la cafetera en su proceso final.
Se giró con una sonrisa.
—Voy a la ducha, tengo que arreglarme, he quedado y es tarde.
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