Tenía quince años y mi tía me invitó
de vacaciones a Francia a visitar a sus amigos. En el paquete estaba
incluida Cécile, la hija de los amigos, a quien ya conocía del
verano anterior y con la que había mantenido correspondencia durante
el invierno. Cécile tenía sentido del humor, pero nunca lo
mostraba. Era tremendamente seria. Había que pasar muchas horas con
ella para que al fin un par de minutos relucieran.
Viajamos los cinco a una mansión en
las colinas de Marsella que pertenecía a un hombre que no estaba. La
amiga de los amigos vivía allí con una muchacha que no era hija de
ninguno de los dos.
La mujer gritó a Sofie que habíamos
llegado y una respuesta atravesó enormes estancias de vuelta: “estoy
en el baño, las chicas, ¡que vengan!”.
Cuando dimos con ella, la encontramos
desnuda en una bañera de porcelana, pasándose la cuchilla por la
piel más fina. Yo nunca había visto nada así. Y nunca había visto
a una chica tan bonita. Tenía catorce años, pero en todos los
sentidos era una mujer, sofisticada, elegante, excéntrica, cosa que
ninguna de nosotras dos era.
Con los días, crecía mi fascinación.
Sofie entraba, salía, hacía lo que le daba la gana. Reía como una
diva. Bebía champán para desayunar. Nos miraba como si fuéramos
animales en el zoo. Cantaba. Y en las cenas, hablaba de política y
argumentaba con los adultos. Venían a buscarla chicos musculosos en
moto y no regresaba hasta el día siguiente a la hora de comer.
También, a veces, se ocupaba de nosotras. Nos llevó a la playa y a
una fiesta, en la que Cécile vomitó y a cuya salida tuvimos que
huir de la policía porque habíamos superado el toque de queda.
Una tarde nos puso discos en su
habitación y nos habló de la vida en Saint Tropez, de cómo echaba
de menos a su abuelo, de lo detestable que era Marsella.
Cécile no la soportaba. Mi tía
tampoco; me advirtió de que no era una buena influencia para mí,
esa chica tan creída, repelente y egoísta.
A mí no me parecía egoísta. Me
parecía una chica sin amor y sin familia que hacía lo posible por
convertir su vida en una fiesta, en lugar de dejarse arrastrar por la
desidia y la tristeza. Me hacía un sinfín de preguntas sobre
Barcelona. Hablaba por los codos. Me prestaba muchísima atención.
Aprendí un montón de francés con ella.
Una noche entró en la habitación en
la que dormíamos Cécile y yo y me hizo guardar silencio y seguirla.
Cogí la ropa, salí de la habitación y me vestí. Atravesamos la
casa hacia el otro lado, donde estaba su habitación. Allí había
una fiesta. Quizás quince, veinte personas. Tabaco, baile, risas,
conversación. Y alguna pareja haciendo rincón.
Había luces en forma de estrellas,
colgadas de las barras de su cama de princesa y la música molaba.
Música negra. Nadie en particular vino a hablar conmigo, aunque
crucé miradas y sonrisas. No me sentía fuera de lugar. Siempre me
han gustado las fiestas. Por la ventana se veía la luna y me sentía
cool. Kool and the Gang.
Al día siguiente me cayó bronca por
haber dejado sola a Cécile. Mi tía me castigó, injustamente, creo.
No había hecho nada malo. No había bebido ni fumado ni me había
enrollado con nadie.
“Te has dejado deslumbrar por la
novedad y has traicionado a Cécile”, sentenció mi tía.
Desde ese momento intento huir de
las personas aburridas, aunque a menudo, como supuestamente son tan buenas, te hagan creer, ellas, o el consejo de la gente, que la vida puede ser otra cosa.