Hacía frío, aunque yo no lo sentía y eso que tenía los pies mojados por la lluvia y había salido sin abrigarme, corriendo al darme cuenta de que había entendido mal la hora a la que tu tren partía, de que habías intentado despedirte de mí, en la locura en el albergue a raíz de las noticias. Todo el mundo intentaba volver a casa. Tú no, tú ibas aún más lejos, más hacia el conflicto.
En el andén busqué tu
tren, pero no entendía las señales y no hacia más que correr, de
una máquina a otra, con la esperanza de que me vieras. Y me viste.
Saltaste del vagón, llamaste mi nombre. Corrí hacia ti y entré en
tus brazos como si fueras el amor de mi vida, como si nunca más
fuera a verte, como si todos los años y momentos y gente y viajes
hubieran sido para finalmente poder besarte. Un beso caliente y
convulso, punzante como una transfusión, una caída, un rugido en la
selva.
Me pediste que fuera
contigo, pero no podía. Me pediste que no estuviera triste, que no
llorara. Y te sonreí. Me prometiste que volveríamos a encontrarnos,
que esto no había terminado. Tu mano agitó la distancia entre
nosotros en un largo adiós y aún en la curva pude ver tu rostro
borroso. Entonces lloré y sentí el frío. Sólo te había conocido
ayer y ya iba a echarte de menos siempre.