Monday, March 12, 2018

Una luna monstruosa


Estábamos toda la pandilla de vacaciones en un cámping de playa en el verano de nuestros dieciocho y parecía que por fin Iván se fijaba en mí.
Eran las fiestas del pueblo. Fuimos a la discoteca, donde jugamos a ligarnos a extranjeros y extranjeras, para salir corriendo en cuanto Julio diera la consigna. Julio era muy malo dando consignas.
Andábamos por la calle haciendo el burro (breakdance y otras acrobacias), orquestados por Gloria, que fue y sigue siendo una especie de manager de lo que sea, cuando ¡Casi nos atropella un coche!
Consternados, magullados, vimos al coche volcar. Vino la policía. Vino la ambulancia. La calle se llenó de gente, en el coche iban ocho y borrachos, la ambulancia se los llevó a todos.
Al irse las luces y las sirenas, nos fuimos a la playa donde estuvimos en estado de shock con las litronas que habíamos escondido entre las rocas. Era una luna llena de agosto, de esas monstruosas, que te hacen pensar que las ciudades, los estudios, el trabajo y todas tus aspiraciones artísticas no tienen pulsión y que lo único que debería existir es el amor y la música, aunque en el radiocassette sonaba, creo, Anthrax y yo era más de Pink Floyd.
Iván y yo nos fuimos atrincherando hasta montarnos una isla privada en la toalla. Entre saliva, arena que rascaba y gente que nos podía ver, nos dimos cuenta de que habíamos perdido el condón. Me pasé el resto de las vacaciones pensando que estaba embarazada, mientras Iván se enrollaba con una guiri y luego con una del pueblo.
Volvimos a casa como si nada hubiera pasado. Luego resultó que nada había pasado. Me vino la regla y tal.



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