Estábamos
toda la pandilla de vacaciones en un cámping de playa en el verano
de nuestros dieciocho y parecía que por fin Iván se fijaba en mí.
Eran las fiestas del pueblo. Fuimos a la discoteca, donde jugamos a ligarnos a extranjeros y extranjeras, para salir corriendo en cuanto Julio diera la consigna. Julio era muy malo dando consignas.
Andábamos por la calle haciendo el burro (breakdance y otras acrobacias), orquestados por Gloria, que fue y sigue siendo una especie de manager de lo que sea, cuando ¡Casi nos atropella un coche!
Eran las fiestas del pueblo. Fuimos a la discoteca, donde jugamos a ligarnos a extranjeros y extranjeras, para salir corriendo en cuanto Julio diera la consigna. Julio era muy malo dando consignas.
Andábamos por la calle haciendo el burro (breakdance y otras acrobacias), orquestados por Gloria, que fue y sigue siendo una especie de manager de lo que sea, cuando ¡Casi nos atropella un coche!
Consternados,
magullados, vimos al coche volcar. Vino la policía. Vino la
ambulancia. La calle se llenó de gente, en el coche iban ocho y
borrachos, la ambulancia se los llevó a todos.
Al irse
las luces y las sirenas, nos fuimos a la playa donde estuvimos en
estado de shock con las litronas que habíamos escondido entre las
rocas. Era una luna llena de agosto, de esas monstruosas, que te
hacen pensar que las ciudades, los estudios, el trabajo y todas tus
aspiraciones artísticas no tienen pulsión y que lo único que
debería existir es el amor y la música, aunque en el radiocassette
sonaba, creo, Anthrax y yo era más de Pink Floyd.
Iván y
yo nos fuimos atrincherando hasta montarnos una isla privada en la
toalla. Entre saliva, arena que rascaba y gente que nos podía ver,
nos dimos cuenta de que habíamos perdido el condón. Me pasé el
resto de las vacaciones pensando que estaba embarazada, mientras Iván
se enrollaba con una guiri y luego con una del pueblo.
Volvimos
a casa como si nada hubiera pasado. Luego resultó que nada había
pasado. Me vino la regla y tal.
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