Otra tormenta había paralizado el tráfico en la calle y los taxis no llegaban, de modo que caminó hasta la estación y esperó un tren. No tenía prisa. Salía con tiempo.
En el tren vio su reflejo sonriente, la luz en sus ojos, las arrugas en el rostro, en la frente. En las manos sostenía un libro que no iba a leer nunca, pero que la acompañaría lo mismo.
Mucho antes de subir al avión ya estaba desnuda, enredada con su amante. Serían tres días de amor, de pasión, de risas. Y las calles oscuras y antiguas ofrecerían vida incesante.
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