Cuando vivía en Estados Unidos, atrapada en el miedo, estupefacción y barbaridad del September 11 y todo lo que vino después, y en aquellos años terribles en los que los americanos me decían con paternalismo “Spain is a friend” porque el capullo de Aznar hizo sus pinitos chupando las pollas de los más gilipollas (de manera inteligente, of course, el desenlace de los hechos así lo demuestran), mis amigos y familiares me mandaban fotografías de las manifestaciones en contra de la guerra y me llamaban por teléfono en plena “Cacerolada” para que pudiera compartir in situ el sentir de mi pueblo. Aún hoy escucho el recuerdo de aquel estruendo que a través del auricular tanto me reconfortaba mientras los flamingos desaparecían del patio a la búsqueda de un escondite antes del huracán. Cada noche, cada fin de semana, mi pueblo llenaba las calles pidiendo la paz. Aún hoy, al recordarlo, se me eriza la piel.
Tampoco hay que ser francés y tenerlos bien puestos para dejar claro lo que queremos. El problema es ponernos de acuerdo y, cuando lo hacemos, suele ser espectacular.
Sí somos capaces de organizar huelgas: los conductores de autobús de
Sí salimos a la calle: el movimiento V de Vivienda ha conseguido que, por lo menos, el tema quede reflejado en la agenda política.
Y podemos cambiar el rumbo de la política internacional de nuestro país.
No es una decisión fácil de tomar para un presidente que acaba de llegar al gobierno retirar las tropas en plena guerra internacional. Pero éramos muchos, éramos España. Y España no quiere más guerras.
Cuando se asiste a conversaciones encendidas sobre si se tiene derecho a esto o a lo otro por parte de tal o cual comunidad, eso es lo importante que deberíamos recordar.
Amén. No puedo decir nada más.
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