Seis de la tarde en la parada de autobuses. Con el calor, por muy puntales que sean los transportes, siempre parecen llegar tarde. En una ciudad que crece a cada minuto, el aire acondicionado se ha convertido en oro, mientras el fuego que emana de los locales fríos, hierve la brisa de las calles.
Una mujer intenta apaciguar al niño que lleva colgado del cuello. Hace ya rato desistió de la imposible tarea de limpiarle con un pañuelo las muestras de la rabieta.
Sentadas en el banco de plástico, dos ancianas conversan. La de rostro contraído y ojos un tanto mezquinos se lamenta de que su familia nunca la visita.
—Tal vez debes aprender a pedir —dice la otra, apenas aprovechando un hueco entre quejas. Con una mano huesuda hace correr un poco de aire entre ellas, valiéndose de un abanico descolorido y ajado.
—Uy, ya lo hago, cuando vienen, les recuerdo siempre que no vienen con suficiente frecuencia.
Un joven con traje de marca y maletín azul oscuro, el cabello primorosamente descuidado a la moda, consulta con impaciencia un reloj desmesurado y brillante en su delgada muñeca. Cerca de él, dos adolescentes con más piel que ropa le lanzan miradas furtivas y sonríen con el arte de las modelos de calendario. Una de ellas susurra a la otra un comentario erótico un tanto ingenuo que se pierde en el rumor del tráfico.
Agazapada en el suelo, en el rincón del refugio de cristal que sirve para proteger de la lluvia pero que no tiene poder alguno contra el sol, una muchacha lee un libro. Largos cabellos rubios le cubren el rostro. Una pálida mano pasa de página.
Un señor de barba blanca y aspecto de almirante de submarino, fuma de una pipa de madera algo apartado del resto. En un pequeño cuaderno anota ciertas palabras.
Al grupo se acerca un chico alto y desgarbado, sucio y maloliente, con un cigarrillo arrugado colgado de los labios. Con timidez, quizás con vergüenza de su desaliño, se acerca a los viajeros pidiendo fuego. Con tanto respeto y compostura se acerca, que su petición pasa desapercibida o se confunde con un acto de mendicidad. Resignado, el muchacho se dispone a abandonar la parada de autobús y probar suerte en otro lugar cuando divisa a la chica que yace en el suelo con las rodillas dobladas y la vida secuestrada entre páginas de bolsillo. Se aproxima a ella con cuidado y lentitud, con la curiosidad que sienten algunos felinos hacia aquellas manos que desprenden olor a caricia. Se agacha a su lado y le musita algo al oído. La muchacha cierra el libro y lo mira serena. Su rostro es hermoso, posee un diseño que desafía el orden y el caos, la vida y la muerte, el tiempo. Un rostro bello porque custodia la absoluta ausencia de miedo. Unos labios que no manifiestan los extremos de la euforia ni de la tristeza.
Con ojos transparentes, mecidos en olas de luz, posa su mirada en el muchacho y dice dulcemente: ”no, no tengo”.
El muchacho, abrumado, duda unos instantes. Pero al poco se le acerca de nuevo y murmura algo más en su oído. La chica sonríe, con un gesto elegante se aparta los cabellos del rostro, y ofrece una mejilla. Él posa su mejilla en la de ella y así se quedan quietos un rato, arropados en la magia.
Al cabo, él se incorpora y continua calle arriba con el cigarrillo aún apagado colgado de los labios. Ella sostiene una sonrisa poética de ángel, de diosa, de princesa. Y justo cuando se dispone a abrir el libro de nuevo, aparece el autobús tras la esquina, puntual y repleto.
Historia inspirada por Pep