Tuesday, December 19, 2006

El poder del llanto


(historia del regreso de Bretaña el 12/12/06)

Una sabe que la pesadilla se avecina cuando en vistas de tres vuelos por delante, el primer avión se avería y retrasa una hora su salida. Una hora rodeada de portátiles y negocios que ya han terminado su jornada y que se entretienen ahora con juegos, el retraso de un avión sólo el pan suyo de cada día. Cuarenta y cinco minutos de vuelo pidiendo al Poderoso un poco de viento en cola para que abrevie el trayecto. Pero no, no hay suerte. De Brest a Nannes, por tanto, de los nervios. En Nannes, la primera gran carrera de la tarde para poder pillar el avión a París. Por los pelos, pero entro. En CDG, entiendo tras un rato de espera que a pesar de que me aseguraron que mi equipaje entraba conmigo en el avión, ha perdido la conexión. De modo que espero mi turno para rellenar los formularios. El tiempo apremia para mi último vuelo y debo atravesar en autobús todo el aeropuerto. Como se trata de otra compañía, a la chica poco le importan mis prisas y elegantemente y con parsimonia, teclea en su ordenador.

Por fin, resguardo en mano, echo a correr. CDG está construido de niveles, espirales, círculos y curvas. Cada vez que me detengo o me giro, olvido de dónde venía y tengo que volver a preguntar hacia dónde ir. Espero en las afueras de un oscuro París de hormigón un autobús que nunca llega. Un empleado comenta “hace frío, ¿eh?”. “No lo sé”, le digo, “aún no he parado de correr”. Y le cuento la historia de la avería y del equipaje perdido y cómo mi avión sale en media hora. “Pues la terminal 1 está lejos”, me informa para mi desánimo, “pero yo te llevo directamente al check-in de Vueling”. Así que me quedo junto al tipo, todas mis esperanzas puestas en él.

Llegamos a toda leche y sudando, veinte minutos antes de la salida, pero el vacilón de turno no me quiere dejar pasar. “No tengo equipaje”, imploro en mi francés paupérrimo, “sólo tengo que saltar dentro, tal cual”. Pues no, no puede ser. El muchacho salvavidas, todavía conmigo, me acompaña al mostrador de venta y explica, en su impecable francés, mi pequeña desventura. “Si quiere coger el siguiente avión, tendrá que pagar un nuevo billete”. 169€, nada más y nada menos. El salvavidas dice “bueno, he hecho lo que estaba en mi mano” y se va. Y a mí me sobreviene todo: el cansancio, lo tarde que es, que aún no he parado de correr ni he ido al lavabo ni he bebido un sorbo de agua, que mañana madrugo para ir a trabajar, que no voy a tener conmigo mi ropa favorita, que ni siquiera estoy lista para regresar, que con tanta carrera se me ha vuelto a abrir el esguince y que me cago en todo, ¡joder! De modo que ni corta ni perezosa, me echo a llorar, que es como una servidora mojigata suele aliviar sus tensiones. “Sólo por esta vez”, dice la chica, “le permitimos en cambio de billete por 50€”, que me joden también pero no tanto y que me van a sacar en media hora del segundo aeropuerto más feo del mundo (el primero sigue siendo Atlanta).

Així que ja sabeu, companys, companyes… Qui no plora, no mama.

2 comments:

  1. Yo la última y única vez que perdí un transporte de retorno a casa, reaccioné con un ataque de risa; quizá por eso la compañía no fue nada benevolente y me tuve que esperar nueve bonitas horas... Sí lo hubiera sabido, lloro a moco tendido... Cachis!

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