Friday, December 08, 2006

St. Suliac et Cancale


Tras la lluvia, el viento abre brechas de sol sobre las cortezas de árboles viejos. El pueblo es tan tranquilo que un susurro ha muerto, sin recuerdos. En el estuario algunos hombres trajinan durante el receso de la marea. El cielo corre tras una virgen, en busca de la noche. La silueta sagrada protege la costa desde lo alto de un pedrusco, en la colina. Un beso en el viento. Construyen pequeñas cabañas en las callejuelas de piedra que rodean la iglesia. Venderán en ellas los productos navideños. En la iglesia no hace frío y la música calma, reposa la imaginación. Entro en la capilla de bautismo donde no se acepta la presencia de aquellos que no nacieron del agua ni del espíritu, pero el cuenco está vacío. Al atravesar la puerta de salida, las piedras exprimen una campanada. Los niños salen del colegio, las madres los empujan dentro de los coches sin grandes miramientos. Ellos quieren reír y correr. Ellas parecen enfadadas, les riñen, tienen prisa…
… Bajamos la carretera hacia el pueblo sobrevolando un criadero de ostras. Azul gris que ata el horizonte para disolverse en la llanura de barro, inundado de sal. Los barcos se clavan en la arena, sus cuerdas cortan profundas hendiduras. Nada se mueve, excepto la marea. Dos puestos de ostras se hacen la competencia al final del puerto, el uno frente al otro. Compramos en uno y el otro comienza a recoger el toldo, las canastas. La villa, vacía en invierno, vierte luces de Navidad y lujo de turismo pudiente sobre la calle solitaria. El día se escapa por un agujero en el cielo que se cierra. El mundo está sellado, ahora. Tras la taberna, el retorno. Y el mar comienza a rescatar una a una las barquichuelas de la tierra.

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