Eire, Paula y yo nos conocimos hilvanando guirnaldas de flores para la boda de Piporot, el dios. Las pruebas para acceder al puesto eran extremadamente difíciles y requería gran arte, conocimiento y disciplina superarlas. El premio era también grande, cualquier deseo nos podía ser concedido.
Por las noches, todas las aspirantes al puesto dormíamos en una cabaña de paja, en hamacas. Siempre había tormentas fuera, pero los anfitriones se ocupaban de que ardiera un buen fuego, y nunca nos faltaran fruta fresca y agua. Durante el día el calor nos evaporaba. Hubo una chica que desapareció completamente en el charco de su propio sudor. La única que no perspiraba era Paula, porque de tan vieja y arrugada, no le quedaba nada por eliminar. Por las noches, mientras intentábamos dormir entre humedad y grillos, nos contábamos nuestros deseos. Fue así como nos conocimos, Eire, Paula y yo, que por entonces no teníamos estos nombres. Las otras aspirantes (en nuestro planeta sólo las mujeres pueden tocar flores porque al tocarlas los hombres, las flores se desintegran —hubo una de nosotras que era un hombre disfrazado y que engañó a todo el mundo, excepto a las flores; Piporot lo mandó quemar pues en nuestra constelación el disfraz es el máximo delito—), las otras aspirantes, decía, querían ganar el puesto para conseguir belleza, riqueza, un marido bello y rico, grandes mansiones, hijos varones. Nuestros deseos eran bien distintos (la necesidad hace la causa) y fue así como se inició la simpatía original. Paula había nacido vieja, siempre experimentó dolencias de vejez, voz quejumbrosa, falta de deseo sexual; su deseo por tanto, era poder vivir desde el principio una vida en espiral, que al ver su reflejo, los años la hubieran cambiado. Eire quería flotar, tenía una enfermedad en los huesos que no era maligna pero que le impedía moverse sin dolor y, por tanto, deseaba la ausencia de gravedad. Yo quería ser capaz de ahuyentar a mi conciencia con una palabra y dormir en paz, llevaba más de un año de insomnio.
Pronto nos dimos cuenta de que en el arte de hilvanar, lo que una tenía nos faltaba a las otras dos, y así, en las treinta y dos horas que quedaban para la exhibición final, nos empleamos a fondo en compartir nuestro saber y habilidad.
En la hora señalada, nuestras guirnaldas fueron tan perfectas, que Piporot las convirtió en indestructibles y desde entonces son el emblema de nuestra bandera. Pero como siempre hay un revés, en el momento de las nupcias, Gegenuber, la novia, tuvo un ataque de alergia ante el precioso motivo floral y condenó a quien las hubiera construido al destierro. Siendo Gegenuber también diosa, poco podía hacer Piporot para protegernos, salvo ser magnánimo y desterrarnos a un planeta amable.
Así que aquí estamos, Paula, poco a poco viviendo ciclos y descubriendo el amor, Eire flotando, en total ausencia de dolor, y yo durmiendo en absoluta paz, que tal como las cosas se están poniendo en este planeta, reniego de mi permiso de residencia a cambio de que nadie venga a pedirme responsabilidad.