El tráfico denso de los que escapan al paraíso y de los que intentan llegar a casa después de una jornada laboral que prometieron en enero que sería intensiva pero que no significa a las cuatro en la playa sino doble jornada: agotadora, acelerada y larga.
La ciudad es borde, poluta, accidentada. Con el aumento del calor, la mala leche que se mantenía a niveles absorbibles gracias a las lluvias tardías y las noches frescas, se ha convertido en el elemento de contaminación número uno. Es imposible escapar. Vayas donde vayas, está el cabreo, la queja, la frustración. Porque las vacaciones no cambiarán nada, y después de unos años de vida, cualquier animal aprende esto.
Ojalá el imbécil de enfrente levantara el culo del sofá y apagara la televisión. Estoy hasta las narices de tener que escucharla (¡y verla!: salgo a este balcón de calles estrechas y es lo que veo) contra mi voluntad. Tiene ese ingrato poder de convertir cualquier pequeña ilusión en polvo, y los poderosos sueños que tanto cuesta construir, en miseria. La voz de la televisión es la voz de la rendición, de la apoplejía, de la suma aniquilación del ser.
Beeeeeeee venga todos beeeeeeee de vacacioneeeeeees. En caravanas, calor, ahogados en familia, en pareja, en el aburrimiento de encontrarse con uno mismo y darse cuenta de lo poco divertido que se es, que a la semana ya se desea volver. Ah, beeeeeeeeeee benditas vacaciones, que nos devuelven las ganas de regresar a la rutina, de ser productivos un año más.
A la mierda, me voy a echar un futbolín.
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