Llega a la parada
del autobús un muchacho de pelo rizado y abundante, mestizo, oscuro, alto, de
elegante caminar. Viste unos piratas y una camisa blanca recién planchada.
Lleva delicadamente sujeta una rosa. Busca su rincón, suspira. Con la mano
libre se revisa los botones de la camisa. Quizás tiene quince, dieciséis años.
Centra su mirada pensativa en la rosa. Le da la vuelta. La observa. Algo no
cuadra. Se la acerca al rostro para comprobar su aroma. Vuelve a suspirar. Son
las ocho treinta y dos de la mañana y en el río los patos chapotean en las
aguas doradas por el sol.
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