La abuela ya no podía valerse sola y las hijas decidieron que debía abandonar su hogar para ir a vivir con Miriam, que era de las tres la que tenía espacio, tiempo y una buena habitación de invitados.
—Tus cosas tienen que caber en veinte cajas, máximo —le dijo Miriam.
Y la abuela se echó a llorar ante la estupefacción de su hija, quien había calculado generosa y cuidadosamente que veinte cajas equivalían, por lo menos, a cuatro vidas.
Sólo los álbumes de fotos ocupaban ya siete cajas.
—Está bien —dijo Miriam —, veinte cajas sin contar las fotos, que caben bien en nuestra librería.
La abuela hizo una gran criba de ropa. Por supuesto había prendas que no había vestido en cuarenta años, pero no las había guardado durante tanto tiempo para en el último momento deshacerse de ellas. Quiso repartir sus vajillas, sus copas, sus manteles almidonados, sus cuadros, lámparas preciosas, utensilios de cocina históricos y también modernos. Los nietos ayudaron con los objetos prácticos. Lavadora, secadora y microondas, desaparecieron en un fin de semana. Pero nadie quería, por ejemplo, las alfombras. Las hijas pretendían que las vendiera. Eran caras, sacaría dinero que le sería útil para otros caprichos. Pero toda su vida había sucedido sobre esas alfombras. Miriam había nacido en la de la habitación. Su hombre había muerto en la del comedor. Nadie quería tampoco las ropas de él y algunos de los trajes eran de buenísima calidad y estaban en perfecto estado. Separarse de los enseres de su esposo le era más penoso que deshacerse de los suyos propios.
También estaba la colección de música clásica.
—Vale —dijo Miriam—, puedes llevarte los discos y el tocadiscos, aunque ya sabes que Luis lo tiene todo en el ordenador y que no ocupa nada de espacio.
El día del traslado, la abuela se dio cuenta de que quisiera llevarse el reloj de cucú, las macetas con sus plantas, la jaula del periquito (aunque hiciera años que no había tenido ninguno, le gustaba poner flores dentro, en homenaje a todos sus muertos), la cómoda de su abuela, el espejo de vestir de su madre, la mecedora de su padre, la cuna de su primera muñeca, la caja de herramientas…
En el último momento entró en el estudio, abrió el armario empotrado y volvió a echar un vistazo a todo lo que renunciaba: veinte cajas de postales y cartas, tres costureros que serían la envidia de cualquier modista profesional, veintisiete pares de zapatos y los cuadernos con todos sus dibujos.
Se apoyó bien en el bastón y con una agilidad que los suyos ya le desconocían alcanzó uno de los cuadernos con la mano libre y lo apretó contra su pecho. Miriam entró en la habitación.
—Mamá, no te lo puedes llevar todo.
—Es que es tan difícil decir adiós a las cosas.
—Se nota que no te has mudado nunca. Yo podría irme de casa con tres bolsas, dos cajas de libros y el ordenador.
La abuela la miró implorando compasión.
—Sabes que podemos venir siempre que quieras, mamá, no vamos a vender la casa ni hacer desaparecer tus cosas.
La abuela suspiró resignada y decidió recuperar su dignidad.
—Solo os pido un momento a solas con la casa, antes de irme.
Cuando todos hubieron salido, la abuela fue a su habitación, abrió el armario, hundió la nariz entre los trajes del marido, se miró en el espejo de su madre y se cercioró de que todo estuviera bien doblado en los cajones de la cómoda de la abuela. Al pasar por el comedor, comprobó que el cucú estuviera a la hora y le dio cuerda.
—La verdad es que quedarías monísimo en mi nueva habitación —le dijo al reloj.
No sin trabajo y peligro para su estructura ósea, lo descolgó y lo metió en la cesta de la compra. Luego entró en el baño, recogió el juego de afeitar de su esposo, fue a la cocina, escogió su paño favorito y el cepillo de los zapatos de toda la vida, que era el que los dejaba más brillantes y bonitos. Así equipada y satisfecha de su capacidad de síntesis, atravesó el pasillo que la llevaba al mundo de los demás.