Salimos de la ciudad rumbo al chiringuito. Seguimos el camino del mar, aunque sea más largo. Paramos a repostar y el aire es fresco. Las nubes ahogan el cielo en sus espirales y en sus huecos. El mar es oscuro, revuelto. En el último tramo de viaje ya hemos perdido parte del agobio y por las ventanas abiertas escuchamos conversaciones lejanas y risas soñadoras. Es viernes y aún no se ha puesto el sol.
En el furtivo camino que nos lleva al paraíso, contenemos la respiración y bajo el puente dejamos atrás los problemas. Al otro lado del túnel está la playa.
Tomamos unas cervezas en sillas de mimbre, deslumbrados por los destellos dorados en los barcos que navegan libres, sin banderas. Es el instante más emocionante, porque en la claridad del horizonte se vislumbra la promesa de la noche.
Tras las montañas, oscuras rocas de agua se amontonan y braman. El viento se rebela. Se acerca la tormenta. Aún la música suena, aunque el dj haya envuelto el equipo en plástico. No tenemos mucho tiempo. Cuando llega, ya ha llegado. Diluvia y corremos hacia el coche. La tormenta nos zarandea y estamos empapados. Nos fascina el espectáculo y observamos por los cristales como el cielo descarga su magnificencia. Cuando los relámpagos parpadean ya sobre el mar y la lluvia amaina, salimos del coche con la guitarra y pillamos unas cervezas más en el chiringuito, que está cerrado, con todo el mundo dentro atrincherado.
En la soledad de la playa, sobre la arena mojada, hacemos una canción. Luego nos damos cuenta que no podemos conducir de vuelta, por el alcohol, y que tendremos que pasar la noche en este oasis, a pesar del frío.
Por la mañana sale el sol y nos calienta. Nos bañamos y subimos al coche, tenemos compromisos. Pero el túnel es un antiguo torrente que ahora se ha llenado de arena. Estamos atrapados. Ni por un segundo nos fastidia no tener opción.
Pertenecemos ahora a esta espontánea comunidad nacida de la tormenta y el día transcurre entre música, risas, relajadas conversaciones. Nubes, sol y la blanca espuma de la marea. Una niña que habla sin vergüenza. Unos ojos dorados como las escamas de un pez, cuando el sol atraviesa la oscura profundidad del océano. El beso de dos amantes. La simpatía de los camareros.
La belleza crece, el día vuela. Disfrutamos sin hacer nada. Estamos felices de estar aquí. Todo cuanto sucede es hermoso y perfecto. Es evidente por la alegría que la tormenta nos hizo un favor a todos.
El anochecer promete más lluvia, pero sólo derrama unas pocas gotas. Dos hermosas mujeres hacen malabares. El agotamiento de la noche anterior y el tequila comienzan a hacer mella en nosotros. Montamos campamento tras la duna y dormimos felices, relajados, mecidos en el rumor del mar, a salvo de la vida.
Al despertar, el sol se compacta por el este, dejando unas gotas de sudor sobre el agua que muy rápidamente se desvanecen. Dicen que ya no estamos atrapados y la vida nos parece eterna, llena de posibilidades. Hemos recordado en estas horas que descansar significa estar a merced de la naturaleza (sin peligro) y esperar. Eso sí, en buena compañía.