Una chica descansa sobre la ventana del tren. Al otro lado, las montañas, el sol de un fresco agosto, las nubes cargadas de gris, de azul, de oro. Abre y cierra los ojos al paisaje con ensoñación, con felicidad contenida, con una sonrisa. En el silencio sepulcral de los que madrugaron para trabajar hoy, brilla. Al otro lado una muchacha pierde su mirada en un libro que no puede leer, porque sus lágrimas son rojas y espesas. La ventana no parece traer esperanza para ella, ni el sol ni las nubes ni el día de mañana. Exultante, la chica feliz pasea su alma por el vagón de tren, buscando en otros ojos atisbos de ilusión. Por un instante se encuentra con la muchacha triste en un valle de tranquila desesperación. Tal vez siente no poder compartir su alegría con ella, decirle que todo pasa, que mañana puede traer buenas sorpresas. La muchacha triste recoge sus pesadas lágrimas en un pañuelo nuevo, cierra su libro y se pierde en las montañas. Suspira tan fuerte que el aire de su muda voz serena a los viajeros. La chica feliz cierra los ojos y sonríe de nuevo. Tal vez anoche vivió amor.
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