El viejo caminaba lentamente y con dificultad. Vestía un traje anticuado aunque bastante nuevo, limpio e impecablemente planchado. Olía a loción a granel. Su corbata plateada anudaba un poco holgada su delgada garganta. Sus cabellos lucían blancos, azul metálico. Por los pasillos de la estación, a hora punta de la mañana, la actividad corría a su alrededor. Algunos lo esquivaban a tiempo. Otros se veían obligados a frenar en seco. El viejo era tan menudo que los otros viajeros apenas reparaban en él hasta que se tropezaban con sus huesos. Hubo incluso quien lo maldijo, como si el anciano tuviera la culpa de que fueran a perder el tren al que intentaban llegar con prisas y con retraso. Una mujer obesa que no encontró hueco para adelantarlo estuvo a punto de gritarle que se apartara y dejara paso a los que realmente tenían que llegar al trabajo. El viejo aferraba en su mano izquierda un maletín que, si la gravedad no engañaba, tenía todo el aspecto de estar vacío. Y cuando llegó al músico que cada día, a la misma hora, entonaba lánguidos lamentos de su lejana tierra, se detuvo como un muñeco que ha agotado la batería y olvidó a donde se dirigía.
Tuesday, August 08, 2006
el viejo que iba a trabajar
(Última historia de la saga triste)
El viejo caminaba lentamente y con dificultad. Vestía un traje anticuado aunque bastante nuevo, limpio e impecablemente planchado. Olía a loción a granel. Su corbata plateada anudaba un poco holgada su delgada garganta. Sus cabellos lucían blancos, azul metálico. Por los pasillos de la estación, a hora punta de la mañana, la actividad corría a su alrededor. Algunos lo esquivaban a tiempo. Otros se veían obligados a frenar en seco. El viejo era tan menudo que los otros viajeros apenas reparaban en él hasta que se tropezaban con sus huesos. Hubo incluso quien lo maldijo, como si el anciano tuviera la culpa de que fueran a perder el tren al que intentaban llegar con prisas y con retraso. Una mujer obesa que no encontró hueco para adelantarlo estuvo a punto de gritarle que se apartara y dejara paso a los que realmente tenían que llegar al trabajo. El viejo aferraba en su mano izquierda un maletín que, si la gravedad no engañaba, tenía todo el aspecto de estar vacío. Y cuando llegó al músico que cada día, a la misma hora, entonaba lánguidos lamentos de su lejana tierra, se detuvo como un muñeco que ha agotado la batería y olvidó a donde se dirigía.
El viejo caminaba lentamente y con dificultad. Vestía un traje anticuado aunque bastante nuevo, limpio e impecablemente planchado. Olía a loción a granel. Su corbata plateada anudaba un poco holgada su delgada garganta. Sus cabellos lucían blancos, azul metálico. Por los pasillos de la estación, a hora punta de la mañana, la actividad corría a su alrededor. Algunos lo esquivaban a tiempo. Otros se veían obligados a frenar en seco. El viejo era tan menudo que los otros viajeros apenas reparaban en él hasta que se tropezaban con sus huesos. Hubo incluso quien lo maldijo, como si el anciano tuviera la culpa de que fueran a perder el tren al que intentaban llegar con prisas y con retraso. Una mujer obesa que no encontró hueco para adelantarlo estuvo a punto de gritarle que se apartara y dejara paso a los que realmente tenían que llegar al trabajo. El viejo aferraba en su mano izquierda un maletín que, si la gravedad no engañaba, tenía todo el aspecto de estar vacío. Y cuando llegó al músico que cada día, a la misma hora, entonaba lánguidos lamentos de su lejana tierra, se detuvo como un muñeco que ha agotado la batería y olvidó a donde se dirigía.
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