 El agente Santos terminó su turno. Por las calles espesas leía el vicio, el crimen. Le confortaba saber que al llegar a casa encontraría el orden, el olor a azahar, a su mujer, silenciosa y aplicada, frente al ordenador (pues le gustaba trabajar de noche), preparando la tesis doctoral.
El agente Santos terminó su turno. Por las calles espesas leía el vicio, el crimen. Le confortaba saber que al llegar a casa encontraría el orden, el olor a azahar, a su mujer, silenciosa y aplicada, frente al ordenador (pues le gustaba trabajar de noche), preparando la tesis doctoral.  Caminó con prisas hacia la boca del metro y con prisas bajó las escaleras. Pero al llegar al andén vio que tenía que esperar seis minutos hasta que pasara otro tren. Junto a él una joven ni fea ni guapa, bueno, más bien tirando a guapa, se hacía fotos a ella misma con una inmensa sonrisa y la placa de la parada de metro a sus espaldas. Parecía extranjera. Parecía viajar sola. Parecía feliz.
Llegó el metro cuando tocaba y el agente Santos, la joven extranjera y todos los demás se introdujeron en la cápsula. Al agente Santos le entró la claustrofobia que a veces le atacaba (por culpa de su muy desarrollado sentido del olfato) y saltó al exterior en la séptima parada, aunque no debía apearse hasta la octava. Recorrió a pie las calles que le separaban de su hogar.
Al entrar en casa todo estaba a oscuras. Su mujer no estaba. No había nota. No olía a azahar. Sin embargo, olía fuertemente a sexo.
 
al final te va a salir una novela corta... ¿tomamos café el sábado por la mañana? o sea, ¿mañana por la mañana? venga...
ReplyDeletepaula