Recuerdo… Era invierno y yacíamos en una alfombra gastada, cubierta de carátulas.
En la luz leíamos letras que aún no podíamos comprender.
De un ángulo a otro el sonido descendía, encumbraba, saltaba, acompasaba, se deslizaba como el viento por puertas semiabiertas. Nos sumergía en una piscina de impresiones.
Habíamos conocido a Pink Floyd en un tocadiscos de maleta mono, la tapa: el altavoz, y ahora alucinábamos con el milagro estéreo. La música podía viajar, conocer, profundizar, madurar.
He pensado en aquella tarde tibia, en la aguja en el surco, en la belleza, en la perfección, los tiempos simples en los que aún podía abrir la tecnología con mis manos y arreglar lo que se hubiera estropeado.
Por las calles del mundo hoy circulan terroristas del sonido, con músicas metálicas en sus móviles, anunciando nuevas banderas. ¿Y cómo resumir con dos colores (una consigna, la manada) la angustia de nuestro paso por esta expansión de tiempo que un día se encogerá hacia la nada?
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