Saturday, October 21, 2006

Veintisiete gotas de lluvia


Bajo los arcos se hospedan locos del mundo, recién llegados, por marchar, moradores perpetuos de la ciudad. Arroyos de niños improvisan cabriolas con espíritu tenaz y alegre. Los gritos de la tarde arrancan a los viejos de sus hogares. Una anciana camina lentamente con su bastón. Le brillan los ojos bajo un suave y elegante polvo. Me mira muy quieta. Sus labios se conmueven hacia una pequeña sonrisa. Los míos entran en el mismo instante de serenidad, sin resistencia. Desde que camino tan despacito por la vecindad, disfruto de esos pequeños detalles de los que los sabios dicen que es imprescindible aprender a disfrutar. Una crêpe de frambuesa y un buen expresso en la única mesa que Lili Deliss tiene en la terraza. Como si la tarde me la hubiera reservado, vaya. Charlo un rato con mis amigos franceses, compañeros de aventuras durante el puntual momento del cambio, ahora ya casi amigos del pasado. Antes de que caiga la noche llega Lorca, flotando en su propia estratosfera. La tarde se torna húmeda y oscura, la brisa fría espeluzna las últimas memorias del verano. Nos despedimos en medio de la calle. A pesar de ir lenta, las despedidas en estos días suelen ser rápidas. Agarro la muleta y me dispongo a continuar con el día, la noche, lo que venga. El esguince está ahogando el terror que durante tanto tiempo sentí al quedarme sola. Fíjate, que pensaba que lo había superado, en cambio había agobiado mi vida con actividad. Es la magia de no poderse mover con la certeza de que la recuperación será rápida. Vuelvo a descubrir mis manos, otro de esos pequeños placeres.

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