Un viernes me permití el lujo de comer en un restaurante, sola. Había conseguido salir pronto de la oficina, no había quedado con nadie hasta las ocho de la tarde y no llevaba fiambrera ni quería comer en la cafetería del trabajo. Cogí el tren y llegué a la ciudad. Comenzaba la primera parte de mis vacaciones; en teoría, porque tenía asuntos pendientes que iba a tener que solucionar durante el fin de semana. No sentía euforia alguna, si acaso un poco de cabreo con mi cuerpo porque la regla ya tenía que haberme bajado y seguro que ahora se esperaba al lunes, que iba a viajar, sólo por joder. Decidí premiarme y entré en un restaurante donde comí bien una vez con mis amigas. Pedí ensalada de beicon y piña con palmito de primero, muslo de pavo a la salsa de coco, de segundo, y una copa de vino. En cuanto saqué mi libreta para no parecer tan sola entre grupos de amigos y parejas, se fue la luz.
Ese viernes parece ahora lejano. Las vacaciones me recuerdan que la rutina existe sólo si la dejo entrar.
No comments:
Post a Comment