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Para ser humilde supondré que hay muchas otras mujeres en la ciudad a las que tampoco les gustan las rosas.
El hombre se acercó a nuestra mesa e ignoramos su sonrisa, como es habitual. Tras su ofrecimiento, el correspondiente “NO”. Y cuando ya se iba, algo captó mi atención. “¡Espera!”, grité. Además de rosas, vendía lilis.
Por fin.
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