Precisamente. No sé porqué se da por entendido que cuando una acaba con su vida el único motivo debe ser una gran desesperación, una imposibilidad absoluta de enfrentarse a los problemas, un gran desapego a la vida.
Nada más lejos de mi verdad.
Era un sábado esplendoroso de otoño. El sol había dorado lentamente la ciudad desde un azul intenso. El vinito, los amigos, los juegos, habían desplegado una red de bienestar sobre la que flotaba. Al final del día, mi amor y yo regresamos a casa. Subí al terrado a recoger la ropa que había tendido por la mañana.
El viento soplaba suave, pero frío. Me sentí eufórica, vigorizada. Sobre la montaña la catedral rezumaba oro de sus ventanas. Había incluso estrellas muy brillantes, en una noche muy negra. Era feliz. No echaba de menos. No deseaba. Estaba en paz y satisfecha. Era imposible que pudiera, en algún tiempo futuro, ser más feliz que ahora. ¿Para qué estropearlo? ¿Para qué descender las escaleras hacia algún posible momento sórdido, triste, doloroso? ¿Acaso no es derecho nuestro escoger cómo y cuándo queremos despedirnos del mundo?
Es cierto que casi me arrepiento, después de dar la vuelta al terrado y ver que el único lugar por el que podía caer en picado hasta un nivel cero, estaba bastante sucio y abandonado. Pero iba bien vestida, calzaba mis nuevas botas, y mis pestañas estaban separadas y largas. No sería una última foto horrenda. Me encaramé al saliente. Antes de saltar, vi a través de una ventana un salón rojo y una lámpara amarilla.
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