No recuerdo cuándo cambié
el boli por el teclado, pero ese día abandoné el dibujo y la
poesía. Antes siempre tomaba notas y hacía esbozos, sobre todo en
la calle y de viaje, pero también en fiestas y reuniones. Y escribía
más en el blog.
Quizás fue porque
encontré a Lorca y me puse a ser feliz y a tocar la trompeta. O
porque en el fondo prefería beber y charlar y bailar. O porque de
pronto tuve una cámara fantástica y me volví loca haciendo fotos.
Pero no, creo que fue por lo del túnel carpiano después del parto.
Durante dos años cualquier movimiento dolía horrores, ¡no
podía subirme los pantalones sin aullar de dolor! Y claro, todo eran
cosas inaplazables: pañales, cuidados, cocina, hogar, compra y
sostener a un bebé que solo quería teta o vomitaba de tanto llorar
(no sé si os ha pasado), actividades todas que complicaban la
lesión. Me era imposible hacer la pinza (ergo, sostener un boli). Había vuelto físicamente a la prehistoria de la humanidad.
Al final me lo curé con una terapia de frecuencias bajas.
Casi mil euros del bolsillo familiar, como debe ser en una sociedad
que dice preocuparse por la familia, como tantas otras mentiras. Y
como no podía trabajar sin mis manos (me dio mucho apuro volver al
trabajo para pedir la baja, no sé, llamadme honrada), me sentía mal
siendo solo madre (¡me acusaban de anti-feminista!), de modo que me puse a escribir una novela cada vez
que mi niña dormía esos veinte minutos suyos de reloj, para lo que
tuve que soltar familia, música y amigos y prioricé ser madre,
compañera, amante ocasional, profesional (en algún momento, volví
al trabajo), hija, vecina, ama de casa y activista. Porque el mundo,
por simple lógica de cómo vamos a asegurarnos la supervivencia, está claro que no va a cambiar.
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Jane Fonda en Julia de Lilian Hellman, una peli de Fred Zinneman para 20th Century Fox |
Hace poco recibí
información de extranjis sobre el informe del original que mandé.
Al parecer, escribo raro, con mucha contaminación de más de una
lengua e influencias de otros dialectos del español, básicamente de
Latinoamérica, de modo que, al margen de la historia, calidad y
posible filón comercial, habría que revisarlo todo, convertirlo al
castellano estándar y, claro, como no soy Loriga (es el ejemplo que
me pusieron) ninguna editorial apostaría por el material. Quise
detectar de qué carajo hablaban. Y todos los
errores que en media hora me mandaron a la cama deprimida y borracha,
bastaron para comprender que el sueño es imposible y el peaje,
impagable.