Mañana gris, humedad empozada. Viento.
Del cigarrillo de Lorca emana la siguiente historia: un profesional de la música, tras veinte años de dedicación, tira la toalla, decepcionado, enfadado, sin haber sido capaz de vivir de ello.
Me pregunto con qué se ilusionará a partir de ahora, si abandona el arte.
Cuando eres un trabajador, sabes que van a venir a robar tu dinero.
Quienes trabajamos pero quisiéramos no trabajar (trabajo=vender nuestro tiempo por algo que no nos importa demasiado a cambio de un salario bajo que no llega a final de mes y nos obliga a endeudarnos, sin casa propia, sin pensión futura *esclavitud ¿quizás?/hay quien se cree clase media*), asumimos que no somos genios y que por tanto no podemos vivir de nuestro arte, o por lo menos, no completamente. Pero somos prisioneros de ciertas comodidades y vicios, así que aceptamos la transacción, cuando podríamos tirarnos al viento y ver qué pasa.
En ese equilibrio flojo pasamos días de éxtasis y días miserables.
Pretender triunfar es peligroso, como lo es toda vanidad. Ya se sabe, sin embargo, que en ocasiones quien la sigue la consigue. Y que en tiempos de agobio es esa vanidad la que nos rescata del pozo.
Marga dijo: “quisiera dejarlo todo, empezar otra vida, pero ¿qué? Tengo cuarenta años, dos niños. No quiero cambiar de trabajo para hacer lo mismo y cobrar menos. Y no sé hacer ninguna manualidad, no sé escribir, no sé cantar…”
Envidio a Merlí porque toda su pretensión en la vida es ser él mismo, que le dejen ser quien quiere ser, sin obligaciones, sin presiones. Y todavía es más admirable su empresa porque cree ser capaz de lograrlo aquí, en la ciudad de los frustrados, la ciudad, también, de las nuevas ilusiones cuyo tiempo de morir aún no ha llegado. La ciudad donde sus seres queridos le aleccionamos sobre las decisiones que debería tomar. Yo en su lugar hace tiempo que me hubiera ido lejos. Pero qué puedo saber yo, que sólo soy una cobarde más.
Me cuesta comprender el mundo y me indigno a menudo: indignación vana que aburre a mis amigos, exhaustos de intentar vivir la vida con alegría, en el viejo continente de los odios, las mentiras, las envidias. El continente en el que, para protegernos, en lugar de abrirnos (al extranjero, a la crítica, a la posibilidad), nos encerramos (con nuestro orgullo, nuestras nostalgias, nuestros egocéntricos sueños de grandeza). El continente que huele a muerte, a melancolía, a mezquindad.
Pero no me quejo de mi vida. ¿Cómo podría? Mi vida es todo cuanto tengo. Mataría por ella. Hay gente que detesta su vida y no hace nada para cambiarla, que se arrastra por el mundo chupando del optimismo de los demás.
Luego un día estás jugando un partido de fútbol, te colapsas congénitamente y a tomar por el culo. ¡Ta-rá!
Y si naciste en ciudades basura o en la jungla, ya ni siquiera tienes la oportunidad.
¿Quién tira la toalla del arte, de la amistad, de la humanidad? No todo es cuestión de fe. Ni de suerte. Cálculo de posibilidades para un mundo atómico y autómata. Habrá que ser racional, quizás, y no perder la serenidad.