¿Estábamos locos o qué? La familia iba a
castigarnos despiadadamente por aquella osadía. Ya hacía dos años que
intentábamos la escapada pero intentar pactar, postergar o
simplemente omitir una Navidad era inútil, no nos traía más que
malestar y caras largas durante todo el año, a pesar de habernos
quedado. Ya el solo hecho de desear marchar era un sacrilegio, y no
contaba para nada que al final renunciáramos a nuestro sueño para
satisfacer a los demás. Nos mortificaban lo mismo.
En las cuatro familias por igual.
Esta vez avisamos de nuestra partida cuando el coche
estaba en la puerta la misma tarde de Nochebuena.
El coche era de Tristán, que pasó a buscarme
después de Julio y antes que a Ester, en el intrépido valle obrero contaminado, cruzado y gris
donde vivíamos.
Éramos mejores amigos y nos íbamos a la luz, a
Cádiz, porque Ester se había enamorado de su profesor de guitarra,
que se había trastornado de melancolía en Barcelona y que por eso
se había vuelto a su ciudad. Yo estaba enamorada de Tristán y
Tristán de Ester. Julio también estaba enamorado de Ester. Ester
era guapa, pelirroja y tocaba la guitarra.
Emprendimos el viaje hacia el sur a pesar de que
Ester estaba con la pierna escayolada y Julio con fiebre, por las
amígdalas, que normalmente le daba en verano, pero mira.
Salimos del agujero por encima del cual pasaban tres
autopistas pero a las que había que acceder tras un gran intríngulis
de puentes sobre ríos, bajo vías de tren, sobre carreteras,
bordeando un colegio, un campo de fútbol y finalmente una
macrodiscoteca. Eso fue antes de que se llevaran todas las discotecas
a polígonos industriales. Y antes de la marihuana y el pastilleo.
Cuando bebíamos cerveza, calimocho y fumábamos costo del
que hacía reír a muerte.
Pinchamos rueda a la altura de Tortosa, al lado de
casa, como quien dice, y Tristán no llevaba recambio. Pagar por un
remolque era algo que nos iba a salir caro y pondría en peligro
nuestra aventura, así que a Ester se lo ocurrió que quizás un
amigo hippie de su padre que vivía en una cabaña en el Delta de
l'Ebre nos podría ayudar. Llamó a su padre, pidió el teléfono, el
amigo no estaba en casa, pero contestó uno de los otros dos con los
que vivía, que se ofreció a venir a buscarnos con su land rover.
Eran las diez de Nochebuena, estábamos tirados en
una gasolinera fuera de servicio junto a un teléfono público sin
cabina y hacía un frío industrial. Nos metimos dentro
del coche, pusimos los Pixies a tope y nos fumamos un porro.